Novena a Santo Domingo de Guzmán

Oraciones para cada día de la novena

Sacerdote y Fundador

Martirologio Romano: Memoria de santo Domingo, presbítero. Siendo canónigo de Osma, se hizo ministro de la predicación en los países agitados por la herejía albigense y vivió en pobreza voluntaria. Hablaba siempre con Dios o acerca de Dios.

Deseoso de una nueva forma de propagar la fe, fundó la Orden de Predicadores, para renovar en la Iglesia la vida apostólica, mandando a sus hermanos que se entregaran al servicio del prójimo con la oración, el estudio y el ministerio de la Palabra. Murió en Bolonia, el seis de agosto de 1221.

Etimológicamente: Domingo = del Señor. Viene de la lengua latina.

Biografía

Santo Domingo de Guzmán fundó la orden de los Padres Dominicos en el siglo XIII. Hoy son 6,800 miembros en 680 casas en todo el mundo. Aún hoy continúan haciendo un gran bien a la Iglesia en todo el mundo.

Santo Domingo nació en Caleruega, España, en 1171. Su madre, Juana de Aza, era una mujer admirable en virtudes y ha sido declarada Beata. Lo educó en la más estricta formación religiosa.

A los 14 años se fue a vivir con un tío sacerdote, en Palencia, en cuya casa trabajaba y estudiaba. La gente decía que en edad era un jovencito, pero que en seriedad parecía un anciano. Su goce especial era leer libros religiosos, y hacer caridad a los pobres.

Predicación ejemplar

En aquel entonces azotó la región una gran hambruna y la gente suplicaba alguna ayuda para sobrevivir. Domingo repartió en su casa todo lo que tenía, incluso hasta el mobiliario. Luego, cuando ya no le quedaba nada más con qué ayudar a los hambrientos, vendió lo que más amaba y apreciaba, sus libros (que en ese tiempo eran copiados a mano, por lo que eran costosísimos y muy difíciles de conseguir), y con el precio de la venta ayudó a los menesterosos.

A quienes lo criticaban por este desprendimiento les decía: «No puede ser que Cristo sufra hambre en los pobres, mientras yo guarde en mi casa algo con lo cual podía socorrerlos«.

En un viaje que hizo, acompañando a su obispo por el sur de Francia, se dio cuenta de que los herejes habían invadido regiones enteras y estaban haciendo un gran mal a las almas. Al mismo tiempo, el método que los misioneros católicos estaban empleando era totalmente inadecuado. Los predicadores llegaban en carruajes elegantes, con ayudantes y secretarios, y se hospedaban en los mejores hoteles, y su vida no era ciertamente un modelo de santidad. De esa manera, las conversiones que conseguían eran mínimas. Domingo se propuso un modo de misionar totalmente diferente.

Vio que a la gente le impresionaba que el misionero fuera pobre como el pueblo. Que viviera una vida de verdadero y buen ejemplo en todo, y que se dedicara con todas sus energías a enseñarles la verdadera religión. Consiguió un grupo de compañeros con una vida de total pobreza, y con una santidad de conducta impresionante. Empezaron a evangelizar con grandes éxitos apostólicos.

Sus armas para convertir eran la oración, la paciencia, la penitencia, y muchas horas dedicadas a instruir a los ignorantes en temas de religión. Cuando algunos católicos trataron de acabar con los herejes por medio de las armas, o de atemorizarlos para que se convirtieran, Domingo les dijo: «Es inútil tratar de convertir a la gente con la violencia. La oración hace más efecto que todas las armas guerreras. No crean que los oyentes se van a conmover y a volver mejores por que nos ven muy elegantemente vestidos. En cambio con la humildad sí se ganan los corazones«.

Domingo llevaba ya diez años predicando al sur de Francia. Convertía herejes y animaba a creyentes, y a su alrededor había reunido un grupo de predicadores que él mismo había ido organizando e instruyendo de la mejor manera posible. Entonces pensó en formar con ellos una comunidad de religiosos y, acompañado de su obispo, consultó al Sumo Pontífice Inocencio III.

Al principio el Papa se mostró dudoso de si conceder o no el permiso para fundar la nueva comunidad religiosa. Se dice que en un sueño vio que el edificio de la Iglesia estaba ladeándose y con peligro de venirse abajo, y que llegaban dos hombres, Santo Domingo y San Francisco, y le ponían el hombro y lo volvían a levantar. Después de esa visión, el Papa no tuvo dudas de que sí debía aprobar las ideas de nuestro santo.

San Francisco de Asís

Cuentan las antiguas tradiciones que Santo Domingo vio en sueños que la ira de Dios iba a enviar castigos sobre el mundo, pero que la Virgen Santísima señalaba a dos hombres que con sus obras iban a interceder ante Dios y lo calmaban. Uno era Domingo, y el otro era un desconocido, vestido casi como un pordiosero. Al día siguiente, estando orando en el templo, vio llegar al que vestía como un mendigo, y era nada menos que San Francisco de Asís. Nuestro santo lo abrazó y le dijo: «Los dos tenemos que trabajar muy unidos, para conseguir el Reino de Dios«. Desde entonces, hace siglos, existe la bella costumbre de que cada año, el día de la fiesta de San Francisco, los Padres dominicos van a los conventos de los franciscanos y celebran con ellos muy fraternalmente la fiesta, y el día de la fiesta de Santo Domingo, los padres franciscanos van a los conventos de los dominicos y hacen juntos una alegre celebración de buenos hermanos.

Fundación

En agosto de 1216 fundó Santo Domingo su Comunidad de predicadores, con 16 compañeros que lo querían y le obedecían como al mejor de los padres. Ocho eran franceses, siete españoles y uno inglés. Los preparó de la mejor manera que le fue posible y los envió a predicar. La nueva comunidad tuvo la bendición de Dios de forma tan grande que a los pocos años ya los conventos de los dominicos eran más de setenta, y se hicieron famosos en las grandes universidades, especialmente en la de París y en la de Bolonia.

El gran fundador le dio a sus religiosos una serie de normas que los han hecho reconocidos por muchos siglos. Por ejemplo:

  • Primero contemplar, y después enseñar. Antes, dedicar mucho tiempo y muchos esfuerzos a estudiar y meditar las enseñanzas de Jesucristo y de su Iglesia, y entonces sí dedicarse a predicar con todo el entusiasmo posible.
  • Predicar siempre y en todas partes. Santo Domingo quiere que el oficio principalísimo de sus religiosos sea predicar, catequizar, tratar de propagar las enseñanzas católicas por todos los medios posibles. Y él mismo daba el ejemplo: donde quiera que llegaba empleaba la mayor parte de su tiempo en predicar y enseñar catecismo.

La experiencia le había demostrado que las almas se ganan con la caridad. Por eso, todos los días pedía a Nuestro Señor la gracia de crecer en el amor hacia Dios y en la caridad hacia los demás, y tener un gran deseo de salvar almas. Esto mismo recomendaba a sus discípulos que pidieran a Dios constantemente.

La Virgen y el Santo Rosario

La misión de los dominicos, predicar para llevar almas a Cristo, encontró grandes dificultades, pero la Virgen vino a su auxilio. Estando en Fangeaux una noche, en oración, tuvo una revelación en la que, según la tradición, la Virgen le revela el Rosario como arma poderosa para ganar almas. Esta tradición está respaldada por numerosos documentos pontificios.

Sufría de muchas enfermedades, pero sin embargo seguía predicando y enseñando catecismo sin cansarse ni demostrar desánimo. Era el hombre de la alegría, y del buen humor. La gente lo veía siempre con rostro alegre, gozoso y amable. Sus compañeros decían: «De día nadie más comunicativo y alegre. De noche, nadie más dedicado a la oración y a la meditación«. Pasaba noches enteras en oración.

Era de pocas palabras cuando se hablaba de temas mundanos, pero cuando había que hablar de Nuestro Señor y de temas religiosos entonces sí que charlaba con verdadero entusiasmo.

Sus libros favoritos eran el Evangelio de San Mateo y las Cartas de San Pablo. Siempre los llevaba consigo para leerlos cada día, y prácticamente se los sabía de memoria. A sus discípulos les recomendaba que no pasaran ningún día sin leer alguna página del Nuevo o del Antiguo Testamento.

Los que trataron con él afirmaban que estaban seguros de que este santo conservó siempre la inocencia bautismal y que no cometió jamás un pecado grave.

Totalmente desgastado de tanto trabajar y sacrificarse por el Reino de Dios, a principios de agosto del año 1221, se sintió falto de fuerzas. Estaba en Bolonia, donde había vivido sus últimos años. Tuvieron que prestarle un colchón porque no tenía ni eso. El 6 de agosto del mismo año, mientras le rezaban las oraciones por los agonizantes, y cuando los orantes decían: «Que todos los ángeles y santos salgan a recibirte«, dijo: «¡Qué hermoso, qué hermoso!» y expiró.

A los 13 años de haber muerto, el Sumo Pontífice Gregorio IX lo declaró santo y exclamó al proclamar el decreto de su canonización: «De la santidad de este hombre estoy tan seguro, como de la santidad de San Pedro y San Pablo«.